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Mónica tiene 12 años, vende helados y sueña con su propia heladería

Es la vendedora ambulante más exitosa de El Alto, en Bolivia, y una de los más de 700.000 menores de 14 años que trabajan en el país. La mayoría lo hace por extrema necesidad, como ella. Con la pandemia dejó los estudios, aunque espera retomarlos. Junto a su hermana quiere montar un negocio.

Mónica, de 12 años, trabaja en un puesto callejero de helados. La niña atrae a los clientes que circulan en coche por una carretera con un trapo.
Mónica, de 12 años, trabaja en un puesto callejero de helados. La niña atrae a los clientes que circulan en coche por una carretera con un trapo.Mariana Eliano
Juan Diego Quesada

Por aquí hay mucho revuelo. Los coches se estacionan continuamente frente a este tenderete naranja en el que puede leerse en letras mayúsculas: “Helados”. Mientras toma un sorbete de maracuyá, el cajero de un banco que disfruta de un receso en su hora del almuerzo cree encontrar el motivo de la popularidad del negocio:

—Es por los niños, nos gusta colaborarle a los niños.

Sin duda, Mónica es la vendedora más exitosa de esta mañana achicharrante en la ciudad de El Alto, en Bolivia. Tiene 12 años, dos hermanas, dos sobrinos y dos perros pendencieros. Su trabajo consiste en ondear un pañuelo al lado de una carretera de tres carriles junto al aeropuerto. Cuando el cliente ha picado en el anzuelo, la muchacha corre en paralelo al vehículo hasta conducirlo a su puesto de venta en un descampado, como el que guía a unas yeguas salvajes. Visto así, su oficio tiene algo de pastora, de pastora de helados.

A la carrera, los prepara en unos vasitos de plástico, les coloca cucharilla y pajita y se los lleva al conductor. El proceso es similar al de un McAuto. Los clientes se comen los helados dentro de los vehículos mientras sobre sus cabezas vuelan bajo aviones a punto de aterrizar en pista. Sorprende que aguanten hasta la última cucharada sin arrancar el motor, pero tiene truco. Todos esperan la yapa, el recargo de la mitad del vaso gratis, cortesía del vendedor. Cuando de verdad acaban, Mónica los despide a todos con palabras afectuosas: “Adiós, case”. Es la forma de llamar a los clientes habituales, caseritos, caseritas, case. En realidad la mayoría no lo son, es gente de paso, pero es una forma de decirles que vuelvan cuando quieran. Doña Karen, la dueña del puesto de helados, la jefa de Mónica, hace caja y se muestra satisfecha: “Buena venta hoy, sí. La verdad”.

Mónica no ha vuelto todavía al colegio después de la pandemia, como muchos otros niños, niñas y adolescentes bolivianos. Unicef calcula que el 10% de ellos no volverá a pisar nunca un aula. En este país de 11,6 millones de habitantes, hay empleados 739.000 menores de 14 años, la edad mínima para trabajar. Lo hacen en la construcción, las minas, la venta ambulante o lustrando botas. Algunos ayudan a sus padres, como una forma de heredar el oficio, pero la mayoría lo hace por extrema necesidad, como es el caso de Mónica.

Está sola en el mundo, casi. Su padre, albañil de profesión, murió el año pasado de covid-19. Comenzó a ahogarse en un sillón, de improviso, y cuando trataron de levantarlo cayó fulminado. Era un hombre violento que maltrataba a sus hijas y a su esposa. En una ocasión mató con un pico a un perro que metió el hocico en una olla, delante de toda la familia. En el salón de casa hay un retrato de él, vestido con traje negro, oculto tras unas gafas oscuras. La madre habita con ella, pero ha sido alcohólica durante décadas y pasa largas temporadas viviendo en la calle. La mujer acude últimamente a un culto evangélico cerca de su casa, donde un pastor que tuvo problemas similares en el pasado trata de ayudarla. La tutora de Mónica es su hermana mayor, Ivoneth, de 19 años, la primera que empezó a vender helados.

Mónica lleva sin ir al colegio con regularidad desde la pandemia, cuando se quedó huérfana de padre. Acude a vender helados para ayudar a la jefa de la casa, su hermana mayor, que se ocupa de todos.
Mónica lleva sin ir al colegio con regularidad desde la pandemia, cuando se quedó huérfana de padre. Acude a vender helados para ayudar a la jefa de la casa, su hermana mayor, que se ocupa de todos.Mariana Eliano

Ella se hace cargo de toda la familia. De Mónica y de Durby, una hermana de 15 años. Y de sus dos sobrinos, huérfanos de padre y madre. Sus padres murieron en la calle, enganchados a las drogas. Y, por supuesto, se ocupa de su madre, una mujer vulnerable. Mónica ha ayudado a su hermana con la venta de helados, con las labores de la casa, con el cuidado de los dos más pequeños. Viven en un terreno donde hay levantada una pequeña construcción de dos estancias, una para la cocina y otra para los dormitorios. No tienen ducha ni un retrete en condiciones. En la casa no hay apenas juguetes, a pesar de que ahí vivan tres niños. Ahora que lo piensa, Mónica no ha hecho algunas de las cosas que hacen los de su edad:

—Nunca fui al cine ni me bañé en una piscina.

Sin embargo, las hermanas están entusiasmadas con lo que está por venir. Unicef en asociación con Maya Paya Kimsa, que se ocupa de su caso, les ha encontrado un apartamento con un baño y una cocina equipada. En el patio de la que todavía es su casa queman las cosas que no se van a llevar en la mudanza. En Bolivia es usual echar a la hoguera lo que no sirve, como una manera de deshacerse de ellas, pero también de cerrar una etapa, de dejar todo lo malo atrás.

Uno de los nuevos propósitos pasa por volver al colegio. Mónica está matriculada en el turno vespertino. Esta tarde regresa después de un buen tiempo. La acompañan sus dos perros, Manchas y Doggy. La niña, con la mochila a la espalda, cruza su barrio, una sucesión de edificaciones bajas, tierra y piedras. El trayecto no dura más de 20 minutos. Para Manchas y Doggy, sin embargo, es una auténtica aventura. Al llegar, observan a Mónica entrar al colegio, atentos hasta que se cierra la puerta. Después se echan en la acera, al sol, a hacer tiempo hasta que salga. Hay otros 20 perros como ellos a la espera de sus niños-dueños.

Mónica en su casa, en El Alto.  La niña vive con sus hermanas, su madre y sus sobrinos en una casa muy precaria. En breve se van a mudar a una mejor.
Mónica en su casa, en El Alto. La niña vive con sus hermanas, su madre y sus sobrinos en una casa muy precaria. En breve se van a mudar a una mejor.Mariana Eliano

La directora del centro aguarda a Mónica en su despacho. Le flanquean unas banderas y trofeos que los alumnos del colegio ganaron en sus días de gloria. María Luz Condori lleva meses tratando de localizar a la niña y a su hermana mayor:

—Mónica casi no asiste a clases. Este trimestre le ha ido mal con las calificaciones.

No suena a reproche, más bien a fe testamentaria. La pandemia ha dejado desprotegidos a miles de niños sin recursos. Mónica no tiene móvil y por lo tanto no está en los grupos de WhatsApp de su curso. La directora intentó gestionar para ella una ayuda del Ministerio de Educación boliviano que les daba teléfonos y ordenadores a menores en extrema necesidad. Las hermanas cumplían con todos los requisitos, nadie en el colegio está más necesitado que ellas. Pero Condori no las encontró. Fue a llamar a su antigua casa, en la que vivían con su padre, y ya se habían ido a otro lugar. Los vecinos no sabían a dónde habían ido a parar. Las trató de localizar en el puesto de helados, pero ese día justo no estaban. No hubo ayuda para ellas.

Condori fue también profesora de Ivoneth, la hermana mayor. La vio crecer, matricularse en una escuela de cocina, especializarse en repostería, confesarle que su sueño era ir a España a perfeccionar el oficio. Todo eso se ha estancado desde que murió el padre y ella se tiene que hacer cargo de toda la familia. Encima está embarazada de un hombre que no quiere saber nada del bebé. La directora a veces la veía llegar golpeada a clase hasta que un día se hartó y amenazó al padre con denunciarle. Al final, pensó que no era buena idea. La muchacha acabaría institucionalizada, lejos de sus hermanos, en un aparato burocrático sin alma.

Ahora que las clases vuelven a ser presenciales, la directora insiste en que Mónica no puede faltar más. La venta de helados se tiene que quedar como una actividad de fin de semana. Condori se lo pide a las hermanas con tacto. Sabe que su situación es muy difícil. “¿Cómo le voy a exigir nada a la hermana mayor? ¡Tiene 19 años! No disfruta de su juventud. Tiene una familia entera que cuidar. Nadie les ha enseñado hábitos de estudio, están solas. No tienen papás”. La mujer se emociona y abraza a Mónica e Ivoneth en el despacho.

Mónica vende los helados en un auto-servicio. Los clientes no tienen que bajarse del coche, ella se encarga de llevárselos.
Mónica vende los helados en un auto-servicio. Los clientes no tienen que bajarse del coche, ella se encarga de llevárselos. Mariana Eliano

No todo han sido dramas últimamente. En septiembre, el mes en el que cumplen años casi todos los de la familia, decoraron la casa con globos y guirnaldas. Conectaron la música a unos altavoces y cocinaron para los invitados. Cuando la llama de la emoción prendió, el taxista de doña Karen se quitó la chaqueta y la ondeó en el aire mientras movía las caderas. Fue el momento culmen de la celebración y un gesto que la familia hace ahora a menudo entre risas para recordar el momento.

Ahora, el futuro tiene horizonte: una heladería artesanal. Las hermanas han decidido independizarse y montar su negocio. Lo van a colocar en otra avenida distinta a la de doña Karen, no quieren hacerle la competencia después de lo bien que se ha portado. Andan recaudando dinero para comprar una máquina de hierro, sin electricidad, donde se mezcla el hielo y los ingredientes. La vasija es capaz de mantener frío el producto durante todo el día. Han diseñado un logo sencillo, escrito a mano, donde se lee el nombre de la empresa en letras de colores. Lo han colgado en la pared junto al retrato del padre. Están tan concienciadas que algunas mañanas acuden a la sede de una institución en la que les enseñan microeconomía básica.

—En esta fila vamos a poner los precios y en la otra los costos, ingredientes y herramientas de trabajo.

Explica el tutor, un joven llamado Andrés. Las hermanas rellenan con lápiz unas planillas.

—¿Cuántos helados puedes vender en cuatro semanas? —pregunta Andrés.

—180, responde la hermana mayor.

—180, OK. 180 por 4…, 720.

Mónica tiene cara de estar bastante aburrida: “No me gusta mucho esto de los números”.

Ivoneth y el tutor siguen enfrascados en tratar de descubrir si la heladería artesanal será un emprendimiento exitoso. Hay que sumar y restar, hacer números, ser metódicos, no solo actuar por instinto. ¿Será más conveniente comprar paquetes de 100 o de 1.000 cucharillas? Sale más económico a granel, pero ¿y si compras demasiadas? La máquina pesa mucho, necesitarán coger un taxi a diario… ¿Será más provechoso hacerse de una bicicleta?

Después de una hora, el economista llega a concretar una cifra final. La sostiene en un papel que no enseña. Las hermanas, sentadas en la silla, aguardan nerviosas. Por fin, el tutor lo anuncia:

—Los helados artesanos son un negocio viable.

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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